El sionismo americano (II)
DESDE que escribí mi último artículo sobre este tema hace ya dos semanas, un pequeño (aunque potencialmente comprometedor) incidente ha tenido lugar. Martin Indyk, embajador de EEUU en Israel por segunda vez durante el "mandato Clinton", ha visto abruptamente retirada su acreditación de seguridad por parte del Departamento de Estado. La historia que se oye es que [Indyk] utilizó su ordenador portátil sin las necesarias medidas de seguridad, y que en consecuencia bien podría haber suministrado información a personas no autorizadas. Consecuentemente, Indyk no puede entrar en el Departamento de Estado ni abandonarlo sin escolta, no puede permanecer en Israel, y ha de someterse a una investigación a fondo.
Puede que nunca descubramos lo que realmente ha ocurrido. Pero lo que sí se conoce públicamente y de cualquier manera nunca se ha discutido en los medios de comunicación es el escándalo que envolvió al nombramiento de Indyk la primera vez. Justo cuando Clinton estaba a punto de ser investido como presidente en enero de 1993, se anunció que Martin Indyk, nacido en Londres y con nacionalidad australiana, había jurado como ciudadano estadounidense por deseo expreso del presidente electo. No se siguió el procedimiento habitual: fue un ejercicio autoritario de los privilegios del poder ejecutivo mediante el cual, tras haber obtenido la nacionalidad estadounidense, Indyk pudo convertirse de modo inmediato en miembro del Consejo de Seguridad Nacional, con responsabilidad directa en temas de Oriente Medio. Todo esto es, yo creo, el verdadero escándalo, y no la subsiguiente despreocupación o falta de atención de Indyk, y ni siquiera su complicidad al ignorar códigos oficiales de conducta. Porque, incluso antes de convertirse en la pieza clave del Gobierno de EEUU en un puesto de altos vuelos y que funciona de manera secreta, Indyk estaba ya a la cabeza del Washington Institute for Near East Policy (Instituto Washington para la Política de Oriente Medio), una organización paraintelectual comprometida con la defensa activa de Israel y cuyo trabajo está coordinado con el del AIPAC (American Israel Public Affairs Committee [Comité Israelo-Americano de Asuntos Públicos]), el lobby más poderoso y temido de todo Washington. Merece la pena apuntar asimismo que Dennis Ross, asesor del Departamento de Estado que se ha hecho cargo del proceso de paz por parte norteamericana, también estuvo a la cabeza del Instituto Washington; de manera que el tráfico entre el lobby israelí y la política norteamericana en Oriente Medio no es sólo extremadamente regular, sino que está asimismo bien regulado.
Durante años, el AIPAC ha tenido tanto poder no sólo porque se sustenta en un grupo de población judía bien organizada, bien conectada, con un alto grado de visibilidad pública, exitosa, y rica, sino porque casi siempre se ha encontrado con muy poca oposición. Existe un miedo y un respeto por el AIPAC a lo largo y ancho de todo el país, pero especialmente en Washington, donde en cuestión de horas casi todo el Senado puede ser conminado a firmar una carta destinada al presidente en nombre de Israel. ¿Quién va a oponerse al AIPAC y continuar con su carrera en el Congreso, o plantarle cara (vamos a suponer, en nombre de la causa palestina), cuando en realidad la susodicha causa no puede ofrecer nada a quien le plante cara al AIPAC? En el pasado, uno o dos miembros del Congreso le han plantado cara al AIPAC abiertamente, pero inmediatamente después su reelección fue bloqueada por los comités de acción política controlados por el AIPAC. Fin de la historia. El único senador que adoptó una postura remotamente similar a la de un opositor al AIPAC ha sido James Abu Rizk, pero él mismo no pretendía ser reelegido y, por razones personales, dimitió después de que su mandato de seis años terminara.
No existe ningún comentarista político que mantenga de manera absolutamente clara y abierta una posición de resistencia frente a Israel en EEUU. Algunos columnistas liberales, como Anthony Lewis del New York Times, escriben ocasionalmente de manera crítica sobre las prácticas de la ocupación israelí, pero nada se comenta sobre 1948 y toda la cuestión del desalojo palestino que está en la raíz de la propia existencia (y subsiguiente comportamiento) de Israel. En un artículo reciente, Henry Pracht (un antiguo oficial del Departamento de Estado), advierte sobre la asombrosa unanimidad de las opiniones vertidas en todos los medios de comunicación estadounidenses, desde las películas a la televisión, pasando por la radio, los periódicos, los semanarios, o las publicaciones mensuales, cuatrimestrales, o diarias: todo el mundo se mantiene firmemente al lado de la versión oficial israelí, que se ha convertido igualmente en la versión oficial norteamericana. Esta coincidencia es el [mayor] logro del sionismo norteamericano desde 1967, coincidencia que ha sido explotada en el discurso público sobre Oriente Medio. De modo que la política de EEUU es igual a la política israelí, excepto en aquellas raras ocasiones en las que Israel se ha extralimitado (véase el caso Pollard) y ha considerado oportuno hacer lo que le da la gana.
La crítica a las prácticas israelíes se ve, por tanto, limitada a salidas de tono, y, por infrecuente, puede ser calificada de literalmente invisible. El consenso generalizado es tan poderoso y virtualmente inexpugnable que se impone sobre la mayoría. Este consenso está construido sobre las irrebatibles verdades que hablan de Israel como una democracia (su virtud primordial), la modernidad de sus gentes, y el carácter razonable de sus decisiones. El rabino Arthur Hertzberg, un clérigo liberal estadounidense muy respetado, dijo en una ocasión que el sionismo era la religión secular de la comunidad judía norteamericana. Este hecho se ve visiblemente confirmado por el apoyo de varias organizaciones norteamericanas cuyo papel es el de controlar el espacio público en busca de infracciones, lo mismo que otras organizaciones judías manejan hospitales, museos, o institutos de investigación por el bien de todo el país. Esta dualidad constituye una paradoja irresoluble según la cual iniciativas públicas muy nobles coexisten con las más mezquinas e inhumanas. Tomemos un ejemplo reciente: la Organización Sionista de América (ZOA), constituida por un grupo pequeño pero ruidoso de fanáticos, publicó un anuncio pagado en The New York Times el 10 de septiembre en el que se dirigía a Ehud Barak como si este último fuera un empleado de los judíos norteamericanos, recordándole que esos seis millones [de judíos norteamericanos] constituían un grupo mayor que los cinco millones de israelíes que habían decidido emprender negociaciones sobre Jerusalén. El lenguaje utilizado en el anuncio no era únicamente admonitorio, sino casi amenazante; se afirmaba que el primer ministro de Israel había decidido "de forma antidemocrática" emprender una acción considerada anatema por los judíos norteamericanos, que se sentían a disgusto con su comportamiento. No está en absoluto claro quién instigó a este pequeño y combativo grupo de fanáticos a sermonear al primer ministro israelí en un tono semejante, pero la ZOA se cree con derecho a intervenir en los asuntos de todo el mundo. Rutinariamente, escriben o llaman por teléfono al rector de mi universidad para pedirle que me expulse o me censure por algo que yo haya dicho, como si las universidades fueran guarderías y los profesores tuvieran que ser tratados como delincuentes menores de edad. El año pasado organizaron una campaña para conseguir que me destituyeran como presidente electo de la Modern Language Association, cuyos más de 30,000 miembros fueron sermoneados por la ZOA, al igual que otros tantos imbéciles. Esta es la peor modalidad de abuso estalinista, pero no es más que la expresión típica más fanática del sionismo norteamericano organizado.
Durante los últimos meses, varios escritores y editores judíos de derechas (entre ellos, Norman Podhoretz, Chrales Krauthammer y William Kristol, por mencionar solamente a algunos de los propagandistas más estridentes) han criticado a Israel por haberles ofendido, como si encima a ellos les afectara más que nadie. El tono empleado en sus artículos es horrible, una combinación repugnante de arrogancia cínica, de sermoneo moralizante, y de la más horrorosa hipocresía, todo ello hecho con un aire de absoluta confianza. Ellos simplemente suponen que, debido al poder de las organizaciones sionistas que apoyan sus censurables fanfarronadas, pueden irse de rositas pese a sus excesos verbales; pero, en realidad, lo que ocurre es que pueden hacerlo porque la mayoría de los norteamericanos desconoce de qué se está hablando, o simplemente está acobardada y calla. Poco tiene esto que ver con la actualidad política de Oriente Medio. La mayor parte de los israelíes con un poco de sensibilidad les miran además con disgusto.
El sionismo norteamericano ha llegado prácticamente a un nivel de fantasía pura, en el cual todo lo que sea bueno para el feudo de los sionistas norteamericanos y su discurso en extremo ficticio, es bueno también para América y para Israel, y evidentemente, para los árabes, musulmanes, y palestinos, que no parecen ser nada más que un conjunto de molestias sin importancia. Quien se atreve a desafiarles o a retarles (especialmente si se trata de un árabe o de un judío crítico con el sionismo), se ve sometido al más horrible de los abusos y vituperios, todo ello de modo personal, racista, e ideológico. Son implacables: carecen de cualquier atisbo de generosidad o genuina comprensión humana. Decir que, de algún modo, sus análisis y diatribas están hechas al estilo del Antiguo Testamento es insultar al mismo Antiguo Testamento.
En otras palabras: aliarse con ellos, tal y como los Estados árabes y la OLP han tratado de hacer desde la Guerra del Golfo, es una muestra de la ignorancia más estúpida. Ellos se oponen vehementemente a todo lo que defienden los árabes, los musulmanes, y muy especialmente los palestinos, y antes que firmar la paz con nosotros, harían saltar todo por los aires. Claro que también es cierto que la mayor parte de los ciudadanos de a pie se sorprende por el tono tan vehemente que utilizan, aunque en realidad desconocen lo que se esconde detrás del mismo. Cuando uno habla con norteamericanos que no son ni árabes ni judíos, existe una sensación de asombro y exasperación ya rutinaria frente a la actitud implacablemente amedrentadora [que muestran], como si todo Oriente Medio estuviese a su disposición para hacer y deshacer. He llegado a la conclusión de que en EEUU, el sionismo no es solamente una fantasía construida sobre unos cimientos muy débiles, sino que además es imposible que establezcamos una alianza o esperar que se produzca ningún intercambio racional. Pero sí se le puede rebasar, y vencer.
Desde mediados de la década de los ochenta he venido diciendo a los líderes de la OLP y a todos los palestinos y árabes que conozco que los intentos de la OLP para que su voz llegue a los oídos del presidente [estadounidense] son una ilusión total, dado que todos los presidentes recientes han sido sionistas devotos, y que la única manera de cambiar la política norteamericana y conseguir la autodeterminación es mediante una campaña masiva a favor de los derechos humanos palestinos, campaña que tendría el efecto de rebasar a los sionistas y que además llegaría directamente al pueblo norteamericano. Los norteamericanos, por falta de información pero también porque aún están abiertos a las llamadas que se hagan por una causa justa, reaccionarían tal y como lo hicieron frente a la campaña del Congreso Nacional Africano en contra del apartheid, lo cual finalmente condujo a que se produjera una transformación dentro de Sudáfrica. Es justo mencionar en este punto que James Zogby, que en su día fue un activista por los derechos humanos lleno de energía (antes de unirse a Arafat, al Gobierno de EEUU, y al Partido Demócrata), fue uno de los impulsores de la idea. El hecho de que la haya abandonado totalmente indica cuánto ha cambiado [Zogby], pero no supone que la idea no siga siendo válida.
También me ha quedado claro que la OLP nunca pondrá en práctica esta idea por varias razones: [primero], porque requiere trabajo y dedicación. Segundo, porque significaría adoptar una filosofía política que estuviera realmente basada en una organización democrática de acción desde las bases. Tercero, porque tendría que ser un movimiento más que una iniciativa personal de sus líderes. Y, por último, porque requeriría un conocimiento real, que no superficial, de la sociedad norteamericana. Además, creo que la mentalidad convencional que nos ha ido sacando de Guatemala para meternos en Guatepeor es difícil de cambiar, y el tiempo me ha dado la razón. Los Acuerdos de Oslo supusieron la poco imaginativa aceptación por parte de los palestinos de la supremacía israelo-norteamericana, más que un intento por cambiarla.
En cualquier caso, toda alianza o compromiso con Israel en las presentes circunstancias, en un momento en el que la política norteamericana está totalmente dominada por el sionismo norteamericano, está condenado a obtener más o menos los mismos resultados tanto para los árabes como para los palestinos. Israel debe dominar, las preocupaciones de Israel son las que importan, y las sistemáticas injusticias de Israel seguirán existiendo. A menos que uno se enfrente con el sionismo norteamericano y se le obligue a cambiar, los resultados seguirán siendo los mismos: la catástrofe y el descrédito para nosotros como árabes.
Comentarios
Publicar un comentario